David Bueno i Torrens, profesor e investigador de la Sección de Genética Biomédica, Evolutiva y del Desarrollo de la Universidad de Barcelona ofrece su punto de vista:
Los conflictos parecen ser inherentes a la condición humana. Solo tenemos que echar una mirada a nuestro alrededor: en estos momentos –mediados de marzo de 2022–, según la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior, hay al menos once guerras declaradas, sin contar con otros conflictos armados latentes en diversas partes del mundo.
Esto podría hacer pensar que la especie humana es especialmente violenta. ¿Es eso cierto? Porque, al mismo tiempo que se producen auténticas atrocidades, incluidos ataques premeditados contra la población civil, también vemos constantemente muestras de solidaridad y compasión excepcionales. ¿Es compatible?
Competir es inherente a todos los seres vivos, la violencia no
En los estudios que se realizan sobre el comportamiento humano, el conflicto se define como una lucha o competencia entre individuos o entre grupos de individuos. La competencia sí es inherente a todos los seres vivos: competimos por los recursos, especialmente cuando estos son limitados. Esta competencia puede conllevar la manifestación de comportamientos agresivos y de violencia, aunque esto último, como vamos a ver, no es estrictamente necesario.
Y tal vez sea aquí donde se encuentre el quid de la cuestión. Porque si bien la competencia es inherente a la vida, también lo es la cooperación.
En cuanto a la agresividad, es un rasgo de conducta presente en la mayoría de especies animales, incluidas las personas. Se genera a partir de algunas respuestas emocionales, básicamente las centradas en el miedo y la ira. Que no son sinónimos.
El miedo es la emoción que nos impulsa a huir o a escondernos ante una amenaza, mientras que la ira nos conmina a luchar ante las supuestas amenazas, no como una manifestación de violencia sino como simple mecanismo de autoprotección. Sobre todo cuando percibimos que la huida no es una opción posible o aceptable
Distinguir entre violencia y agresividad
Violencia y agresividad no son palabras sinónimas. La violencia se nutre de los comportamientos agresivos, pero va mucho más allá: los mezcla con condicionantes sociales y grupales. En este sentido, una de las fuerzas más poderosas de movilización individual y colectiva es la ideológica.
Las muestras de identidad, como pueden ser las banderas y los himnos nacionales, activan la producción de oxitocina en el cerebro. Es una neurohormona que, entre otras muchas funciones, facilita la socialización. Pero también establece la base del grupalismo.
Es un tema complejo, en el que debemos ser muy cautos. No se trata en ningún caso de buscar “buenos” y “malos”, sino de comprender por qué a veces actuamos como lo hacemos, explicar los comportamientos humanos no para justificarlos sino para contribuir a la prevención de los conflictos o, como mínimo, a la resolución dialogada de los mismos, alejada del uso de la fuerza.
El Grupalismo y la doble moral
Profundicemos en el grupalismo, en la base de muchos conflictos. Evolutivamente, la especie humana se ha adaptado para la vida en grupos, o tribus, y el cerebro responde a ello de una manera muy peculiar. Ya desde el nacimiento, de forma instintiva, aprende a diferenciar “los propios”, las personas de su mismo grupo, de “los otros”, las personas de otros grupos, e inmediatamente empieza a establecer una regla de doble moral.
Diversos estudios han demostrado que, en adultos, a los pocos días de incorporarse por primera vez un grupo recién formado cuyos miembros no se conocían entre sí con anterioridad, uno empieza a percibir a sus compañeros como más honestos, fiables, inteligentes, trabajadores, simpáticos e incluso guapos que a los miembros de otros grupos. Aunque ni a unos ni a otros los conocía de nada previamente. La mente grupal ha entrado en acción.
A partir de estas diferencias, la manipulación resulta fácil. Es suficiente con incrementar la percepción de deshonestidad o de cualquier otro aspecto negativo de los miembros de otro grupo para que se inicien rivalidades innecesarias, que pueden llevar al conflicto.
Además, cuando esta percepción negativa es suficientemente intensa, se puede incluso llegar a cosificar a las personas del otro grupo. Es decir, a dejar de considerar a las personas de un grupo supuestamente rival como seres humanos, lo que facilita la barbarie a la que muchos conflictos bélicos nos tienen tristemente acostumbrados.
Personas refugiadas en el metro de Kiev el 3 de marzo de 2022. Foto: Oleksandr Ratushnyak, UNDP Ukraine. Flikr / UNDP Ukraine, CC BY-ND
Líderes con patologías mentales
A todo ello hay que sumar la posibilidad de que existan patologías mentales en algunos líderes que contribuyan a impulsar a sus conciudadanos a la guerra. Un estudio publicado en 2006 demostró que el 49% de los presidentes estadounidenses que habían ejercido su mandato entre 1776 y 1974 presentaban síntomas de padecer algún tipo de trastorno mental, entre los que se incluían depresión, ansiedad, trastorno bipolar y abuso de sustancias tóxicas, principalmente alcohol.
Todo ello sin contar con el denominado síndrome de Hubris, o de la arrogancia, que se desarrolla en un número significativo de personas que ejercen cargos de poder (político, económico, científico, cultural, etcétera). Y se caracteriza por una ambición sin límites y un comportamiento temerario e insolente.
Volvamos a la agresividad. Como se ha dicho, forma parte de nuestra naturaleza humana como mecanismo de autoprotección ante posibles amenazas. Pero la violencia es perfectamente evitable, a través de la humanización social y educativa de “los otros”.
Esto explica también las increíbles muestras de solidaridad que generan los conflictos. Eso sí, es una solidaridad que se produce de forma mucho más fácil con aquellas personas que, dentro del conflicto, consideramos como más de “los nuestros”. El cerebro grupal siempre está en acción, por lo que es crucial mantener un clima social de diálogo para evitar los conflictos o solucionarlos cuando se empiezan a producir, sin llegar a males mayores.
Todo ello pasa, como se ha dicho, por las experiencias sociales y, muy especialmente, por las vivencias educativas.
La educación influye en las conexiones que se establecen en el cerebro. Por consiguiente, una educación que favorezca el diálogo y la reflexión entre opiniones diversas facilitaría la resolución pacífica de los conflictos. Y también todo lo contrario si la educación se dedica a explotar las diferencias y la competitividad desmesurada.
Somos, en definitiva, una especie agresiva y al mismo tiempo solidaria y compasiva. Pero que puede convertirse en violenta según como sean los condicionantes sociales en que nos formamos como personas.
David Bueno i Torrens, Profesor e investigador de la Sección de Genética Biomédica, Evolutiva y del Desarrollo. Director de la Cátedra de Neuroeducación UB-EDU1ST., Universitat de Barcelona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
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